Son muchas las personas que piensan que Marruecos es un país poco adecuado para viajar con niños. Nada más lejos de la realidad. Este año, maleta en mano, dejamos Casablanca que es nuestro destino habitual en el país vecino y nos fuímos un poco más al sur: a Marrakech.
Rosa Maestro
Yo
ya había estado en varias ocasiones pero nunca con las más pequeñas de la casa. Pensé que igual
no iba a ser un destino muy atractivo para ellas, y sin embargo lo disfrutaron como ellas dicen "a tope". Marrakech no tiene nada
que ver con aquella ciudad que yo conocí en 1985, ni siquiera con la que volví
a ver en 2003 y 2005. Es ya casi una gran metrópoli, pero con el encanto de sus
raíces más profundas aún pululando por el ambiente de su Medina, su zoco, sus
jardines, sus tiendas y sus puestos de especias.
Siempre
que viajo con niñas procuro alquilar un apartamento. Me resulta más cómodo
desayunar y cenar en casa; sobre todo por las cenas. Los restaurantes nocturnos
pueden convertirse en momentos de estrés en lugar de relax; platos caros que se
devuelven tal y como nos los sirvieron (eso sí un poco más revueltos) a la
cocina de la que procedieron y niñas sin cenar a la cama. Este viaje no iba a
ser menos y alquilamos un apartamento estupendo y totalmente recomendable,
fuera de la medina pero muy cerca, a cinco minutos en taxi (son muy baratos en
el país vecino) y unos quince en autobús (una línea cómoda y moderna).
El
viaje, maravilloso, pero eso sí, siempre adaptado a los niñas. Todos los días
nos levantábamos muy temprano, por eso de que era julio y luego a medio día el
sol calienta demasiado en la Medina. Cada día una sola visita: un día visitamos
el Palacio Bahía, que se construyó con el objetivo de ser el palacio más impresionante de todos
los tiempos; otro día nos
acercamos a la Medersa ben
Youssef, la mayor y más
importante madraza de todo Marruecos, en ella llegaron a estudiar hasta 900
estudiantes; otro a La Mezquita Koutoubia, que es la mezquita más importante de Marrakech y fue una de las más importantes del
mundo cuando se construyó; otra mañana nos acercamos hasta el museo, que aunque la
colección puede resultar indiferente, su ubicación, en un antiguo palacio de finales del siglo XIX, hace que el museo merezca
la pena; y también visitamos la La Mezquita Koutoubia, que es la mezquita más importante de Marrakech y fue una de las más importantes del
mundo cuando se construyó; por supuesto, les encantaron los Jardines de Menara
y los Jardines Majorelle, aunque menos conocidos, son una visita mucho más bonita y colorida que
la de Menara, que para nuestra suerte estaban casi puerta con puerta con el
apartamento.
Al atardecer, porque sobre las 12:30
regresábamos al apartamento a comer, siesta y piscina, recorríamos las grandes
avenidas Mohamed V y Mohamed VI que representan la llegada del capitalismo a Marrakech. Vamos más de lo mismo, y
claro, la globalización también empieza a hacer mella en su encanto; y al zoco
donde las niñas se pusieron las botas a comprar cajitas, pulseras, jabones…Todo
les llamaba la atención, y lo más curioso es que no tardaron ni media hora en
aprender a regatear. Ellas solas negociaban y estaban encantadas de haber
comprado por menos de lo que les pedían. Por las noches ( no todas), a la plaza
de de Jamaa el Fna, donde cenábamos en uno de los muchos chiringüitos nocturnos
pescadito frito y a muy buen precio. Ellas disfrutaron a lo grande con los
encantadores de serpientes, los monos bailarines, o los espectáculos de danza
del vientre.
Ni imaginaros lo que les emocionó tatuarse la
mano con hena y, ni os quiero contar lo de ir alguna que otra tarde a recibir
un pequeño masaje. En cualquiera de los establecimientos de la Medina, si
preguntas, te citan para darte un buen masaje. Compramos aceite de argán (una
joya de la cosmética), jabones, especias, esencias…. Vamos, la maleta repleta
de todas esas cosas que aquí dejaron de ser hace mucho tiempo naturales y
ecológicas.
Pero no nos quedamos solo en Marrakech. La verdad es que fuimos
un poco osadas, porque nos lanzamos a un pequeño viaje al desierto (no lo
recomendaría para niños menores de siete años). La agencia nos dijo que serían
cinco horas de viaje, pero en realidad fueron ocho y las niñas lo acusaron. Aún
así la experiencia mereció la pena. Salimos también muy temprano, rumbo a
Zagora, vimos muchas aldeas bereberes, compraron minerales, fósiles, se
llenaron el cuello de collares de mil y un color; hicimos una buena parada para
comer (recomiendo en restaurante con piscina – jamás un baño nos sentó tan
bien-), visita
a la Kasbah Ait Ben Haddou
continuaremos el camino a Zagora. Cruzamos
el Anti Altas y vimos el pueblo bereber de Agdez, el Valle de Draâ y su
palmeral, el último atisbo de vegetación antes de adentrarnos en el
desierto. Llegaremos a Zagora con tiempo suficiente para montar en camello y disfrutar de la puesta de
sol en el desierto.
Tras
una cena y música tradicional pasaremos
la noche en una auténtica haima bereber. Aunque la verdad a ellas lo que
más les “molo”, según dijeron, fue montar en camello y tirarse rodando por la
duna.
Un
buen vieje, unos muy buenos momentos y un país que siempre añoro cuando estoy
pasando el duro invierno de España.
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